“Orador” fue el título que Marco Tulio Cicerón puso a su obra escrita en el año 46 a.C.
Para satisfacer las inquietudes y preguntas de su alumno Brutus, sobre la importancia y complejidad de la comunicación de voz que normalmente debe hacer un orador, sea político o defensor jurídico de causas civiles o penales que normalmente se desarrollaban en el “Foro romano”, donde los jueces escuchaban a procesados, ofendidos y defensores de los imputados.
Cicerón centra su estudio sobre las formas y contenidos del discurso, privilegiando en todos los casos la “Elocuencia” de la retórica utilizada.
Para Cicerón es determinante dibujar la posible existencia del “orador ideal”, distinguiendo entre aquellos formados bajo la enseñanza de “rétores” y la del aprendizaje oratorio, producto de elocuencia adquirida por cultura y contenidos académicos.
Por ello, con sarcasmo afirma que “no he salido de las oficinas de los retóricos, sino de los jardines de la academia”.
Educación y cultura son indispensables en todo orador porque no se trata solo del bien decir, sino de “razonar”si se tiene inteligencia y cierta filosofía, pues sin esta última, “nadie puede ser elocuente”.
La oratoria realmente elocuente, se ubica más allá de los comunicadores “incultos pero hábiles”.
Elogia a Demóstenes, Aristófanes, Tucídides e Isócrates.
Cada discurso obedece a quien va dirigido, sean estos jueces o simplemente si se trata del deleite “de los oídos” del publico existente.
Asegura Cicerón que el verdadero orador está muy lejos del declamador de escuela y del propio foro y que siempre el “docto”, será el más elocuente y perfecto de los oradores posibles.
El verdadero orador debe “apoderarse de los ánimos del público, debilitando y destruyendo los razonamientos contrarios, poniendo al principio y al final sus argumentos más firmes”.
Todo discurso debe combinar la elegancia de su movimiento corporal y la elocuencia saliente de su voz, dotando a su figura de “cierta majestad varonil, levantando o bajando el brazo con dignidad y gracia en sus semblantes”.
Porque en el deleitar y convencer está la victoria final de cada causa.
Debe ser notorio su ingenio creativo, recordando siempre que “no en todo lugar y tiempo, los oyentes pueden ser tratados con las mismas palabras o sentencias”.
Debe usar frases inesperadas que sorprendan y deleiten al oído escucha.
El discurso elocuente es exitoso solo si “conmueve los ánimos… los templa, arranca viejas opiniones y siembra nuevas convicciones”.
El orador es el que genera nuevas ideas y esperanzas; pero no habrá orador elocuente carente de ética.
En síntesis, el orador ideal significativo es el que posee ética, estética, inteligencia, cultura y formación académica.
Por ello podrá construir “sentencias elegantes y graves, sin palabras desaliñadas que ofendan los oídos y obtengan rechazos inapelables”.
Por Efraín Flores Maldonado, Doctor en Ciencia Política