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La Última Copa de Séneca

El rumor había comenzado como un susurro en los pasillos de mármol del Senado, y terminó como un rugido imperial que no podía detenerse. Nerón, el emperador, ya no toleraba las sombras de su conciencia, y una de ellas tenía nombre propio: Lucio Anneo Séneca.

Aquel viejo sabio, que alguna vez fue su tutor, mentor, y —para muchos— su única brújula moral, representaba todo lo que Nerón ya no podía ser: templanza, virtud y razón.

El decreto llegó al atardecer.
El mensajero no se atrevió a alzar la voz, pero sus palabras eran afiladas como decreto de mármol:

—“Por orden del César, Séneca debe morir.”

El filósofo escuchó en silencio. No hubo quejas. Solo una exhalación profunda, casi como si ya supiera lo inevitable. Miró a su esposa, Paulina, con una ternura austera. Luego miró a sus discípulos, y dijo simplemente:

—“La vida no es nuestra propiedad. Solo nuestra conducta lo es.”

Ordenó abrir las puertas. Quería que todos presenciaran aquello no como tragedia, sino como lección.

Pidió que trajeran agua caliente. No para un baño. Para la despedida.
Un baño de sangre estoico.

Abrió sus venas con un gesto firme. Sin temblor. La sangre comenzó a teñir el agua de rojo. Pero la muerte era lenta, y su cuerpo, resistente.

Entonces pidió cicuta. Como Sócrates, su héroe.
La tomó con calma, como si bebiera una copa de vino tras una jornada larga.

Paulina, queriendo morir con él, también se hirió. Pero los guardias imperiales, por orden de Nerón, detuvieron su muerte: “Que viva, pero rota”.
Y así lo hizo, llevando en su cuerpo las cicatrices del amor estoico hasta el final de sus días.

Mientras el dolor se intensificaba, Séneca no gritó. No lloró. Enseñó.
Habló sobre el alma, sobre el destino, sobre el control que uno tiene… incluso en la última exhalación.

Sus últimas palabras, según cuentan sus discípulos, fueron:
“La muerte está tan cerca del sabio como el nacer del necio.”

Murió con dignidad.
Nerón mató el cuerpo, pero no su legado.
Las cartas a Lucilio, los tratados, su temple… todo sobrevivió a la tiranía.

Séneca no eligió morir. Eligió cómo morir.
Y en esa elección, nos dio la lección más poderosa del estoicismo:
Ser libres, incluso bajo sentencia.

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