Conté mis años y descubrí que tengo menos tiempo para vivir de aquí en adelante que el que viví hasta ahora. Me siento como aquel niño que ganó un paquete de dulces: los primeros los comió con agrado, pero, al notar que quedaban pocos, comenzó a saborearlos profundamente.
Ya no tengo tiempo para reuniones interminables donde se discuten estatutos, normas, procedimientos y reglamentos internos, sabiendo que no se logrará nada. Tampoco tengo tiempo para soportar a personas absurdas que, a pesar de su edad cronológica, no han crecido. No quiero lidiar con mediocridades, egos inflados, manipuladores ni oportunistas.
Me molestan los envidiosos que intentan desacreditar a los más capaces para adueñarse de sus logros. Las personas no discuten contenidos, apenas los títulos. Mi tiempo es escaso como para perderlo en superficialidades.
Quiero la esencia, porque mi alma tiene prisa. Con pocos dulces en el paquete, anhelo vivir al lado de personas profundamente humanas. Gente que sepa reír de sus errores, que no se envanezca con sus triunfos, que asuma sus responsabilidades, que defienda la dignidad humana y que camine siempre al lado de la verdad y la honradez.
Lo esencial es lo que hace que la vida valga la pena. Quiero rodearme de personas que sepan tocar el corazón, que hayan crecido gracias a los golpes de la vida y que ahora acaricien el alma con suavidad.
Sí, tengo prisa… prisa por vivir con la intensidad que solo la madurez puede dar. Pretendo no desperdiciar ninguno de los dulces que me quedan; estoy seguro de que serán más exquisitos que los que ya probé.
Mi meta es llegar al final satisfecho, en paz con mis seres queridos y con mi conciencia. Porque tenemos dos vidas, y la segunda comienza cuando te das cuenta de que solo tienes una.