Este es mi pensamiento, maravilloso discernimiento cuando se está en la «avanzada madurez»… casi vejez… Como decía Borges, sólo con el tiempo lo aprendes y por lo general cuando ya se te está acabando…
Aquí cabe completita la frase…
* Necesito poco y lo poco que necesito, lo necesito poco *…
Será porque en los últimos años me enfrente inesperadamente
a enfermedades gravísimas. O porque, por suerte para mí,
no posee nada material pero tengo el corazón
y la cabeza más sanos y cada día aprendo algo valioso.
O tal vez porque, a estas alturas de mi existencia, he vivido ya las suficientes horas
buenas y horas malas como para empezar a colocar las cosas en su sitio.
Será, quizá, porque algún bendito ángel de la sabiduría ha pasado por aquí cerca y
ha dejado llegar una bocanada de su aliento hasta mí.
El caso es que tengo la sensación –al menos la sensación– de que empiezo a entender
un poco de qué va esto llamado vida.
Casi nada de lo que creemos que es importante me lo parece.
Ni el éxito, ni el poder, ni el dinero, más allá de lo imprescindible
para vivir con dignidad.
Paso de las coronas de laureles y de los halagos sucios.
Igual que paso del fango de la envidia, de la maledicencia y el juicio ajeno.
Aparto a los quejumbrosos y malhumorados, a los egoístas y ambiciosos
que aspiran a reposar en tumbas llenas de honores y cuentas bancarias,
sobre las que nadie derramará una sola lágrima en la que quepa una partícula
minúscula de pena verdadera.
Detesto los coches de lujo que ensucian el mundo, los abrigos de pieles
arrancadas de un cuerpo tibio y palpitante, las joyas fabricadas sobre las
penalidades de hombres esclavos que padecen en las minas de esmeraldas
y de oro a cambio de un pedazo de pan.
Rechazo el cinismo de una sociedad que sólo piensa en su propio bienestar
y se desentiende del malestar de los otros, a base del cual construye su derroche.
Y a los malditos indiferentes que nunca se meten en líos. Señalo con el dedo a los
hipócritas que depositan una moneda en las huchas de las misiones pero
no comparten la mesa con un inmigrante.
A los que te aplauden cuando eres rey y te abandonan cuando te salen pústulas.
A los que creen que sólo es importante tener y exhibir en lugar de sentir, pensar y ser.
Y ahora, ahora, en este momento de mi vida, no quiero casi nada.
Tan sólo la ternura de mi amor y la gloriosa compañía de mis amigos.
Unas cuantas carcajadas y unas palabras de cariño antes de irme a la cama.
El recuerdo dulce de mis muertos. Un par de árboles al otro lado de los cristales
y un pedazo de cielo al que se asomen la luz y la noche.
El mejor verso del mundo y la más hermosa de las músicas.
Por lo demás, podría comer patatas cocidas y dormir en el suelo mientras
mi conciencia esté tranquila.
También quiero, eso sí, mantener la libertad y el espíritu crítico por los que pago
con gusto todo el precio que haya que pagar.
Quiero toda la serenidad para sobrellevar el dolor y toda la alegría para disfrutar
de lo bueno.
Un instante de belleza a diario. Echar desesperadamente de menos a los que
tengan que irse porque tuve la suerte de haberlos tenido a mi lado.
No estar jamás de vuelta de nada.
Seguir llorando cada vez que algo lo merezca, pero no quejarme de ninguna tontería.
No convertirme nunca, nunca, en una persona amargada, pase lo que pase.
Y que el día en que me toque esfumarme, un puñadito de personas piensen
que valió la pena que yo anduviera un rato por aquí. Sólo quiero eso. Casi nada o todo.